Yo existo, existo

Continúa o termina esta historia que ha sido escrita hasta el momento entre Héctor Cote, Roberto del Vecchyo y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Una vez sepamos el final de la historia le inventaremos títulos. El que hay en este momento es provisional.

cuchillo

Ahora todo me hacía gracia, los consejos bien intencionados, la ayuda lastimera, las falsas esperanzas. Cuando recordaba todos aquellos momentos en los que las personas habían esperado algo de mí, estos parecían tan risibles, tan pusilánimes, tan ilusos. Jamás tuve oportunidades, sólo buenos consejos, jamás un “te quiero”, siempre un “ya encontrarás a alguien”, jamás hice nada que hubiese logrado con orgullo, siempre de rodillas esperando clemencia.

Hubo, quizá hace mucho, una oportunidad, un momento en el que mi ánimo era aún receptivo, en el que confiaba y esperaba confianza. Habría bastado un alma compañera, un amigo leal, un simple chance de hacer algo bien. Pero ahora ya era tarde… maldito mundo que jamás me quiso, y mi padre para quién jamás fui suficiente, y a mi madre que rezaba por mí sin siquiera mirarme a los ojos por vergüenza. Malditos mis hermanos, niños que hay que cuidar de las malas influencias. Malditos mis compañeros de colegio exitosos y con amistades bien posicionadas, mis profesores que siempre me humillaron, malditos los vecinos que no podían vivir sus propias vidas y ella por abandonarme.

Después de tantas rendiciones, después de soportarlo todo en sumisión, hoy algo me hizo enloquecer. Una tontería de hecho, un simple movimiento de mano con el que trató de apartarme quien era la mejor amiga de una de las tantas chicas que me rechazó. Un ademán despectivo sin siquiera mirarme que entre sonrisas produjo una sensación de invisibilidad absoluta. Como el abrir de una puerta, así mi presencia fue tan cosificada como el suelo que pisaba.

Lo cierto es que no sé si he llegado a matar a alguien, pero las veces que he clavado mi cuchillo, las razones habían sido mucho más instintivas: hambre o defensa propia. Pero matar a una persona por ser despectiva quizá sería la mejor razón del mundo, la más pura. Al darse cuenta de que no me moví sus ojos se posaron temerosos en mi rostro y por fin me vio. A pesar de todo existo – me dije a mí mismo – yo existo, existo.

Di un paso hacia ella y luego tomé la empuñadora del cuchillo, recién adquirido y afilado durante horas la noche anterior. Esa noche mientras lo afilaba, pensaba en las cuchilladas, si serían muchas o pocas, si sería sólo una mortal y las demás para desahogarme o si serían varias para hacer sufrir y dejar que poco a poco se desangrara. Se sentía bien, me sentía fuerte, poderoso.

El tiempo y las circunstancias eran ideales, la oficina estaba vacía, sólo una persona de mantenimiento, un vigilante entrado en edad madura acostumbrado a dormirse a la menor provocación, y ella, que estaba trabajando; no habría testigos. Pasé de nuevo por todos los pasillos verificando que no había nadie. Y de repente, apareció.

Ella me vio directo a los ojos, por microsegundos, pude ver cómo torcía la boca.
-¡Aish!
Al momento que soltó esa especie de frase solté de inmediato la empuñadura del cuchillo, oculto dentro del pantalón y la camisa. Su ademán volvió a surgir, sólo que esta vez me hizo bajar la mirada y ponerme rojo. Fue muy confuso, salía de sentir una sensación totalmente poderosa a una de humillación. ¡Necesito vomitar! Salí corriendo al baño, a sacar nada, sólo bilis, irritante y ácida.

En un arrebato saqué el cuchillo y su funda, lo envolví en papel del baño, envolví todo y lo enterré en el fondo del bote de basura, cuidando de cubrir todo rastro del objeto. Me enjuagué la cara y la boca para quitarme el mal sabor, y salí corriendo. No entiendo pero antes de llegar a mi departamento le di tres vueltas y me aseguré que nadie me estuviera observando, incluso, con la idea de que alguien me estaba siguiendo. Sí, un poco paranoico.

Al llegar al departamento, abrí la puerta en silencio, no prendía la luz, revisé los cuartos y me asomé por la ventana sin abrir las persianas, asegurándome de que no hubiera nada sospechoso. Me sentía estúpido, cobarde. No pude más que aplastarme en el sillón y ver a la nada. Sólo pude soltar una carcajada, ¿alguien me persiguió?, ¿un asesino estaba en mi casa esperando para matarme?

¡Ridículo! Me sentía fatal. No puede usar mi cuchillo ―de hecho, me quedé sin mi arma―, me volvió a humillar y hacer el ademán que odio, me volví paranoico sin deberla ni temerla, me encerré en mi departamento como si fuera un acto carcelario. Todo esto pensaba mientras el cansancio se apoderaba de mí.

En ese estado pasaba por mi mente el momento justo donde asestaba golpes secos y constantes con el cuchillo. Al terminar, veía su cuerpo lleno de heridas abiertas y sangre repartida por todos lados. Desperté sobresaltado, sudando y sorprendido. Desapareció mi malestar, ahora todo lo veía claro. Todo esto era una señal. No estaba preparado. De haberlo hecho, me vería pasmado en frente de un cuerpo sin vida, sin saber qué hacer, sin idea alguna de cómo desaparecer los rastros de un asesinato, de una vendetta, de un acto de justicia, de equilibrio en el universo. Un acto que valdría para separar de este mundo a un pedazo de basura, una abusadora, una escoria que utilizaba todos sus recursos para pisotear a quien se le pusiera enfrente, sí, una basura de la humanidad. ¿Quién podría extrañar a alguien así?

Todo era una señal, tenía que pensar bien las cosas. No podía dejar rastros, habría que apartar un lugar para el cadáver. Prepararme para las consecuencias. Encendí la computadora mientras buscaba un cuaderno para apuntar. En el buscador escribo “cuchilladas”. La respuesta es casi inmediata, más de 485 mil resultados. La mayoría son noticias, al parecer esa forma de eliminar personas es muy común. Apreté la opción noticias y comencé a leer. La gran mayoría tiene una constante: precipitación, impulso simple y primario, matar por matar, sin método, sin plan, sin escapatoria…

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