Por volverte a ver

Cuento final

Esperar toda la vida a alguien. Así lo hacía Mateo cada tarde de viernes en un faro abandonado en medio del mar. Estaba tan seguro que una tarde llegaría su amada Eleonora, que viajaba hasta ese lugar a esperarla desde hace cinco primaveras.

Esa tarde, el lugar parecía más frío de lo normal, sin embargo, la ansiedad por que por fin llegara Eleonora le hizo que esperara hasta que el reloj marcara las 5 de la tarde. El cielo anunciaba una tormenta, pero el joven no quería irse del faro, así que esperó hasta que la lluvia se disipara.

Sin embargo, lejos de acabar, la lluvia se hizo cada vez más fuerte. La oscuridad se apoderó del lugar, haciendo que pareciera ser más medianoche que media tarde. Cuando Mateo comenzó a ver cómo las olas generaban espuma blanca por encima de su cabeza, tomó la decisión de meterse dentro del edificio y cerrar la puerta.

No solía subir las escaleras que llevaban hasta el torreón, pero ese momento, Mateo tuvo la necesidad de ascender por el faro. Así lo hizo. Cuando llegó arriba salió de la pequeña zona acristalada y se enfrentó al inclemente temporal, mientras contemplaba el embravecido mar a sus pies.

Ya parecía que las olas llegaban hasta la mitad del fuste, como si en lugar de un faro se encontrara en una embarcación que iba hundiéndose lenta e inexorablemente. ¿Qué había sido eso? Mateo se giró y, dando la espalda al mar, observó de nuevo el cubículo en el cual se encontraba la enorme lámpara.

Esa lámpara cuya iluminación —o la falta de ella, más bien— fue la causa de lo que ocurrió aquel fatídico día, cinco años atrás; la última vez que vio a Eleonora. Nunca encontraron su cuerpo, aunque le aseguraron que era imposible que su esposa siguiera con vida, máxime por el hecho de que no sabía nadar. Él, por otra parte, estaba seguro de que volvería a verla. Antes o después, lo haría.

—Mateo…
¿Era una voz? ¿Su voz? ¿O solamente el ulular del viento?
—Mateo —repitió la voz—, ¿Estás ahí?
De una manera misteriosa, mágica, una sombra fue tomando forma enfrente de él. La forma de una mujer baja y delgada, de cabellos castaños —aunque algo más canosos de lo que recordaba—, ojos azules y labios finos y rosados. Se acercó hasta allí, hacia Eleonora.
— ¿Eres tú, Eleonora? -preguntó Mateo-—. No puedo creerlo, aunque sabía que podría volver a verte de nuevo. Y ahora, aquí estás.
— ¿Mateo? -la expresión de la mujer era de asombro-— ¿De verdad estás aquí?
—Tenía que verte, necesitaba verte.
—Yo también, mi amor -dijo ella-. Aunque fuese una última vez, tenía que poder darte las gracias.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mateo, interpretando esa frase como el preludio de una despedida. Y, a pesar de ello, ese era también su pensamiento; y lo había sido durante cinco largos años.
— ¿Las gracias? -preguntó Mateo-—. No hay razón para ello.
—Me salvaste la vida —explicó—. ¿Qué mayor motivo para dártelas?
La había salvado aquel día, ahora la imagen llegó con claridad a su mente. Mientras la pequeña embarcación se hundía, Mateo consiguió agarrar a su esposa, a Eleonora, y llevarla de cualquier forma hasta el faro. Por desgracia, las fuerzas lo abandonaron antes de poder salir él mismo. Ella había desaparecido aquel día, sí, mas fue él quien perdió su vida.
—Que tú vivas —dijo finalmente el hombre— es más que suficiente recompensa para mí. Que vivas y que seas feliz. ¿Qué otra cosa mejor podría desear?
Una lágrima salió del ojo de Eleonora. Ella llevaba visitando el faro durante cada aniversario del accidente, esperando poder hablar con él, decirle lo que sentía… despedirse.
La tormenta, si es que alguna vez hubo, había desaparecido por completo. En su lugar, el sol descendía sobre un anaranjado cielo, anunciando el final del día. El final.
— ¡Te quiero, mi amor! —exclamó Eleonora, levantando la mano derecha hacia él.
—Te quiero —respondió él—. Siempre te querré, esté donde esté.
Poco a poco, la figura fue desapareciendo, dejando a la mujer mirando al cielo y al mar, llorando. Tardó varios minutos en ser capaz de bajar las escaleras y coger la embarcación que la llevaría de nuevo hasta la costa. Mateo se había ido para siempre, pero al menos había podido realizar su deseo de poder encontrarse de nuevo con él. Sonrió mirando al cielo: un cielo ya tintado de azul oscuro, que mostraba pequeñas y brillantes estrellas y una enorme y brillante luna. En una de esas pequeñas estrellas, tal vez, Mateo la estaba observando.
—Yo también te querré siempre.

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