Pasiones subyacentes

Cuento final

Enrique era de aquellas personas que evitan cualquier tipo de conflictos con otros. Le gustaba ser percibido como alguien agradable y muchas veces, incluso, actuaba en contra de sus verdaderos pensamientos o sentimientos para cumplir ese objetivo. Una madrugada, mientras estaba en la fiesta casera de uno de sus compañeros de la universidad, Enrique notó que los amigos con los cuales había llegado a la fiesta se habían ido sin él. Esto lo obligó a pedirle a Marcos, un conocido, que si por favor lo podía llevar hasta su casa. Marcos accedió.

Una vez en el automóvil de Marcos, Enrique y él charlaron de forma muy natural. Resultaba que Marcos también era un fanático del Jazz, tenía un repertorio único ahí mismo en su auto y además era buen amigo de algunos de los mejores exponentes del género. Este, al parecer, pensó Enrique, sería el inicio de una buena amistad.

Mientras Marcos esperaba que cambiara el semáforo, un Peugeot amarillo deportivo se parqueó justo al lado a hacer lo mismo. Marcos, con el auto en neutro, comenzó a hacer rugir el motor de su Mustang rojo, insinuándole al del Peugeot que iniciaran una carrera. Con el fuerte sonido del motor de fondo, Marcos, gritando, le hizo saber a Enrique: “Pero mi verdadera pasión amigo, mi verdadera pasión es la velocidad”.

Enrique enseguida se ajustó el cinturón de seguridad. Él odiaba la velocidad y era muy respetuoso de todas las reglas de tránsito, además, tenía un profundo temor a la muerte. Cuando el semáforo se puso en verde las llantas de ambos carros rechinaron. En sólo siete segundos el Mustang de Marcos ya estaba marcando 190 km/hora. Enrique tenía el corazón en la garganta, pero no quería decirle nada a Marcos, después de todo, era su auto y podía hacer con él lo que quisiera.

Enrique prefirió guardar silencio. El Peugeot amarillo se perdió, sin embargo, Marcos seguía manejando a toda velocidad. Después de un par de minutos, Enrique se percató de que en realidad, Marcos era un buen conductor. Mientras el velocímetro marcaba 160 km/hr en plena ciudad, Enrique veía las luces de los demás carros pasar por el lado suyo rapidísimo y además había un constante efecto Doppler. En ese momento, Enrique tuvo una especie de orgasmo cerebral que luego se esparció hasta su espina dorsal… pura adrenalina. Al llegar a su casa ambos se dieron la mano y Marcos partió haciendo rechinar sus llantas. Enrique, de alguna forma, estaba satisfecho de haber guardado silencio porque por pura casualidad terminó teniendo una sensación placentera. Tal vez no siempre hay que seguir los intintos.

Estos son los cuentos finales producto del mismo ejercicio “Pongamos a Enrique en una situación incómoda”:

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