Nunca estuve más viva que al caer

Esta historia fue escrita entre Valentina Solari, Rodrigo Muñoz y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Esperamos que te guste el resultado.

trampolin

 

Siempre recuerdo los veranos en casa de los padres de Priscilla, mi mejor amiga. Ese era un lugar de distensión, un alivio a la pesada carga de mi vida en casa. Su casa quedaba a las afueras de la ciudad en una inmensa propiedad y en los veranos, los padres de Priscilla por lo general se iban de viaje a alguna parte, dejando la casa sola.

La casa tenía una gran piscina rectangular, con un trampolín de tres metros de altura en el extremo oriental. Amaba ese trampolín, podía subirme y lanzarme de el sin cansarme por horas de seguido. Hoy en día pienso qué es lo que exactamente me gustaba de esa sensación. Tal vez es el vértigo al caer lo que atrae, o solo aprovechar que es posible caer y no ser aplastado por algo sólido. ¡Que viva el líquido!

Hablando de líquido, el agua de esa enorme piscina que te encontrabas al caer del trampolín de tres metros siempre estaba a la temperatura adecuada, el calor sumado a la adrenalina del salto era la combinación perfecta, quizás era eso lo que hacía posible el aventarse una y otra vez sin temerle a la altura del trampolín.

Priscilla tenía el cabello largo de color negro y la adolescencia le había sentado de manera adecuada, haciéndola visiblemente atractiva a los demás. Ese día después de pasar la mañana entera en la alberca me comentó que los amigos del vecindario, la mayoría de ellos hombres, vendrían a una pequeña reunión más tarde… por lo que debíamos tomar tiempo para arreglarnos.

Yo siempre fui muy tímida a la hora de conocer gente, no sabía sobre qué hablar y mi tono de voz no ayudaba a la hora de entablar conversaciones, pues era muy bajo. Priscilla, en cambio, no era sólo belleza adolescente, ella tenía todas las cualidades de su lado: sabía entablar conversaciones de todo tipo y su tono de voz, además, atraía a cualquiera que hablara con ella.

Después de bañarnos, decidimos que ambas utilizaríamos vestidos negros y prepararíamos varios juegos para cuando nuestros inivitados llegaran. La fiesta fue todo un éxito y yo, después de ese fin de semana, salí de la casa de Priscilla muy contenta y segura de mí misma.

Las fiestas de los veranos se hicieron tan famosas que al verano siguiente pasé dos meses de los tres que tenía de vacaciones en la casa de Priscilla, que albergaba fiestas cada fin de semana. En esos fines de semanas conocí a miles de personas y lo mejor de todo era que nuestra amistad parecía fortalecerse a pesar del flujo de personas que había en nuestras vidas.

Conforme fueron pasando los años, el tiempo, fiel a su costumbre, fue alejándonos poco a poco, poniéndonos pruebas para que ambas tratáramos de superarlas. Fue así como dejé de pasar tanto tiempo en casa de mi mejor amiga, pero cada que nos veíamos, volvíamos a ir a su casa, aunque sólo fuera para recordar lo que nos unió y, por supuesto, a zambullirnos unas horas desde el trampolín.

Podría decir que crecí junto a Priscilla, para mí valía la pena sólo cuando estaba con ella. Los veranos en casa de Priscilla eran más importantes que mi cumpleaños, incluso más importantes que Navidad. Años más tarde encontré la verdadera razón, pues no era la compañía, no era el trampolín, no eran las fiestas. La verdadera razón era que durante un tiempo, aunque fuera relativamente corto, me podía sentir libre, me podía dedicar a vivir, a sentir.

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