Ley de atracción

Cuento final

Foto tomada en 1995 por Ricardo Gutiérrez

 I

Me escabullí a mi escritorio, quería dejar escrita la novela antes de partir de viaje. Me senté en mi sillón de cuero y comencé. Por la ventana se desmoronaban las hojas otoñales y eso me dejaba un regalo a los ojos. Me encendí con esas visiones y me pregunté: “¿Y si hubiese hecho volar a Remedios la Bella en medio de las hojas del otoño? La habría envuelto en un torbellino y cuando subiera más arriba de las nubes parecería una virgen”.

Sonreí ante la idea y volví a mi página en blanco, aunque no lograba liar mi cabeza en mi mano comencé: “la plaza se llenaba de mecanógrafos atados a sus sillas que esperaban a aquellos que pedían a gritos palabras, algunas llenas de remilgos, otras versadas para el amor, otras en trámite para sus pensiones”. En ese momento alguien abrió la puerta de la oficina, interrumpiendo mi flujo de ideas. Era Mercedes, que llegaba del mercado de las pulgas con toda una serie de objetos curiosos.

“Te traje este separador de hojas de figuras surreales y una agenda nueva para reemplazar la que dejaste en el taxi hace un par de días” dijo Mercedes, mi amada esposa. “Cómo va esa novela” me preguntó, a lo que yo le contesté: “Ahí… dándole”. “Bueno recuerda que mañana viajamos a Colombia y la agenda está apretada entonces trata de conservar tu energía. No te vayas a trasnochar Gabito”.

Al día siguiente ya estábamos en La Heroica… protagonista de tantas de mis ficciones. Mercedes ya había organizado toda nuestra agenda. Estaríamos en Cartagena de Indias, dos días después viajaríamos a Barranquilla a una reunión con varios de mis viejos amigos, dos días después iríamos a Aracataca a visitar a la familia, para después regresar de nuevo a Cartagena por unas semanas más.

II

Tenía que entregar el trabajo de español en tres días. Era un ensayo acerca de la novela de Gabriel García Márquez, “Cien años de soledad” y no había empezado a leer ni la primera página de ese libro tan grueso. Ese trabajo significaba el 50% de la nota de todo el año y con el acumulado que llevaba hasta el momento, no me alcanzaba. En realidad esa materia de Español me gustaba, sin embargo, era el hecho de que fuera una obligación a lo que me oponía. Cada quién debería tener la libertad de aprender lo que quiera, según mi punto de vista.

Luego de posponer todo el día la lectura, decidí iniciar a eso de las 6 p.m. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”… eso fue todo lo que tomó para engancharme en la historia de la familia Buendía y en un recorrido histórico por Colombia e incluso Latinoamérica.

No podía creer tanta agilidad con la palabra, tanta astucia y sentido del humor. Además, ese estilo no lineal de narrar de García Márquez me pareció genial. Al terminar la novela ya era un hecho, era ese mi libro preferido de todos los tiempos y García Márquez mi ídolo. Me causaba una curiosidad tremenda conocer al autor de la obra, sin embargo, dudaba que eso fuera a pasar. No obstante, sólo por un momento, me imaginé en el mismo lugar con el escritor, charlando con él. Tal vez no era una idea tan imposible.

Al final me fue muy bien en mi examen final. El año escolar terminó y ya había decidido a dónde quería pasar mis vacaciones. Iba a comenzar por las playas colombianas de Cartagena de Indias y desde allí empezaría un recorrido por el territorio colombiano.

Cartagena de Indias me pareció una ciudad con muchos contrastes. Por un lado estaba la hermosa ciudad antigua, o el Centro como le dicen los cartageneros, construida en la época de la colonia y con una arquitectura bella y antigua. Sin embargo, por el otro, en la ciudad también se evidencia mucho la pobreza y la falta de oportunidades, típica de nuestros países latinoamericanos, México incluido.

Entré a una librería a preguntar si sabían en dónde quedaba ubicada la casa de Gabriel García Márquez, tenía entendido que el autor tenía una de sus casas allí. La señora de la librería me dijo no sólo en donde quedaba su casa, si no que el nobel se encontraba en la ciudad en esos días, de vacaciones con su esposa. ¡Que entusiasmo el que sentí!

I

Estuvimos la mayor parte del primer día paseando en carroza por las calles de La Heroica y el resto en mi casa, contando anécdotas con mi hermano menor, Jaime. Hacía unos días Mercedes tenía antojo de comer pizza, entonces reservé puestos para la noche en una deliciosa pizzería que queda en toda la Plaza de San Diego. Allí podríamos disfrutar de la comida y de un buen vino, mientras al mismo tiempo contemplábamos las caras lindas de mi gente negra, como dice una buena salsa que escuchaba el taxista que nos trajo del aeropuerto.

En la noche todo salió como lo había planeado. Mercedes estaba feliz de que la hubiera sacado en una velada romántica por las calles de esta ciudad en la que la poesía brota de las paredes. Varios me reconocieron en el restaurante y pidieron tomarse fotos conmigo y que les autografiara sus libros. Sin embargo, creo ser bueno en leer a las personas y de detectar cuando sus actos son genuinos o no.

Muchos de los que se acercaron sólo querían la foto y la firma para alardear después con sus amigos, pero hubo un muchacho en especial esa vez que llevaba toda la noche mirando hacia nuestra mesa. Fue sólo después de que otros tres ya se habían acercado, que él se decidió. “Muy buenas noches maestro” me dijo él, a lo que yo le respondí “muy buenas noches guey”, detectando enseguida su acento, “¿Cómo te llamas?”.

“Me llamo Francisco” contestó. “Francisco de México. ¿A qué te dedicas Francisco?” indagué. “Soy estudiante de bachillerato aún, pero quiero ser periodista y escritor, así como usted”. “¿En serio Francisco?” le dije y enseguida se me vinieron a la cabeza mis duros años como periodista al inicio de mi carrera, cuando prácticamente vivía de mi pasión por el oficio.  “Déjame hacerte una pregunta” le dije al muchacho, con el objetivo de darle después un consejo  “¿Qué tal comes?”.

Él, confuso, preguntó: “¿Cómo como?”. Yo enseguida me reí de la obvia cacofonía y en ese instante me invadió un rio de periodistas. Antes de que empezaran con sus preguntas que no podía ya evadir, me aseguré de que Francisco se llevara una foto conmigo y el libro de “Del amor y otros demonios” que tenía en la mano firmado. Cuando por fin nos dejaron en paz, ya mi apetito se había estropeado.

En el coche, Mercedes me dijo “Ese pobre muchacho mexicano casi que ni podía hablar de los nervios”. Yo le contesté “ese muchacho es un lector y admirador de los genuinos”. Mercedes se lamentó de que no le pudiéramos dedicar más tiempo y yo le dije “No te preocupes querida, la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos. En unos años ese joven no recordará que no tuvo casi tiempo para hablar con una persona a la que respeta tanto. Sólo le dará gracias a dios o a quien quiera que sea, que compartió un mismo lugar con él, y se llevó más de un recordatorio que le servirán de prueba”.

II

Seguí las instrucciones de la señora y caminé hasta la casa del nobel. Cuando ya estaba cerca, le pregunté a un vendedor que cual era la casa de Gabriel García Márquez y él me señaló una gran casa colonial color vino tinto, además, me dijo que de haber llegado unos minutos antes habría podido haber visto al escritor, ya que había salido en coche con su mujer poco antes de que yo hubiera llegado.

Antes de irme, dejé un sobre debajo de la puerta de “Gabo”, como le dicen sus seres queridos y además le dije al vendedor que me tomara una foto a las afueras de la casa con mi cámara fotográfica. Después de eso, tenía pensado ir al Hotel Santa Clara. Ese hotel, que solía ser un convento, fue donde transcurrieron muchas de las cosas que cuenta García Márquez en su novela “Del amor y otros demonios”, libro que llevaba en mi mochila.

El vendedor me dijo que el Hotel Santa Clara quedaba justo en la Plaza de San Diego y me explicó cómo llegar. Cuando llegué a la plaza, estaba un poco cansado del recorrido. Me senté en un pequeño muro y en frente vi lo que era una acogedora pizzería. ¡Entonces lo vi! Abrí un poco los ojos para comprobar que sí era él… lo era.

Estaba muy nervioso, no sabía si interrumpirlos o no. Los miré por unos minutos y creo que en un momento, incluso hubo contacto visual directo con el autor, pero pudieron haber sido ideas mías. No obstante, noté que otros ya se habían acercado al escritor y éste los había tratado con amabilidad. Fue entonces que me decidí.

“Muy buenas noches maestro” le dije. “Muy buenas noches guey” dijo él de forma astuta y jocosa. No recuerdo todos los detalles, pero sí recuerdo que en un punto le comenté acerca de mis intenciones de convertirme en periodista y escritor, y que en ese momento García Márquez me hizo una pregunta que me tomó por sorpresa. Me preguntó que qué tal comía, y yo, sin entender bien la pregunta, contra pregunté “¿Que cómo como?”, respuesta que provocó una sonrisa del escritor.

De repente me encontraba entre muchos periodistas, sin embargo, pude obtener una foto con mi autor preferido y su autógrafo en el libro que llevaba en mi mano. Tal vez mi anécdota no es la más extraordinaria de todas, ni se trató de una conversación larga con el escritor, lo que sí creo que vale la pena rescatar, es que a través de mis pensamientos y deseos logré atraer hacia mí un momento que muchos hubieran creído imposible.

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