Invéntale un final a la historia de Jerónimo y su fobia con el metro

Cuento en construcción

Termina esta historia que ha sido escrita hasta el momento entre Sebastián Andrade, Alejandra Cruz, Rosa, Giselle Perkes y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Una vez sepamos el final del cuento le inventaremos títulos, o puedes crearle un final y proponer enseguida uno. ¡Participa!

Siempre que Jerónimo caminaba dentro de la estación de metro, cerca de los rieles, sentía un leve temor, tal vez sólo su imaginación, de que alguien algún día lo podría empujar. Un día, llegó a la estación, pagó su tiquete y mientras caminaba paralelo a los rieles, pasó junto a un gran grupo de niños, cuya maestra iba delante de ellos.

A lo lejos se escuchaban las ruedas rechinantes del  metro, a punto de entrar en la estación. Justo cuando estaba a punto de pasar a su lado, uno de los niños tropezó a Jerónimo, haciendo que éste se sobresaltara. La maestra agarró al niño y se disculpó con Jerónimo, quien le advirtió que debía estar más pendiente, sobre todo en ese ámbito.

Jerónimo abordó el metro, el cual estaba repleto y se ubicó donde pudo, con la demás gente casi que encima. De repente empezó a sentir una extraña sensación de nerviosismo y ansiedad, que lo hizo empezar a sudar. “¿Qué me pasa? Esta situación no amerita tener nervios”.

Intentó mirar a su alrededor pero se imaginó al instante cómo lo verían otros pasajeros: un tipo de mediana estatura, demasiado pálido para el calor insoportable que se estaba sintiendo en el metro, los ojos fuera de sus orbitas. No supo que mas prejuicios tontos se podía argumentar a si mismo porque cayó sin sentido fulminado entre varios zapatos de colores.

Procuró calmarse, respiró profunda y pausadamente como lo hace cuando practica yoga, hasta que poco a poco recuperó la serenidad. Ahora podía entender que la ansiedad y el nerviosismo tenían una causa muy clara: todos los tripulantes lo miraban entre enternecidos, asqueados, o simplemente no podían contener la risa. Una niña pequeña que lo miraba de frente, sin dejar de tomar la mano de su madre, que sonreía, le preguntó entonces: ¿Y por qué te hiciste pipí?

Nunca se había sentido tan humillado en toda su vida, y la verdad es que no entendía por qué le estaba pasando lo que le estaba pasando. Todo aquello parecía un mal sueño. Creyó entonces que lo mejor que podía hacer era volver a cerrar los ojos y permanecer inmóvil hasta que alguien lo socorriera y lo sacara de allí sin tener que dar explicaciones. Cerró los ojos y para cuando los abrió, la realidad era mucho más fría y desoladora. . .

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