Herencia Borgia

Cuento final

Este cuento fue escrito entre Gabriela Venosa, Enrique Castiblanco, Sergio Mendoza, Jairo Echeverri García y el Comité editorial de Cuento Colectivo. Si te gustó el cuento, o no, deja tu comentario. Tu retroalimentación es esencial.

La doncella ya está en el dormitorio. Me ayuda a vestirme rápidamente. Me ajusta las vestiduras que corresponden a la mañana. Me pone el calzado que correrá hacia donde se encuentra Alejandro. Él me ha mandado a llamar con urgencia. Es mi padre, así que debo responderle enseguida.

Allí estoy, con mis cabellos rizados y largos frente a su enorme figura… frente a su manto rojo e imponente. Soy su hija… no hay dudas. Tengo su carácter, aunque lo oculto bajo mi lado de mujer. Mis tres hermanos varones se hacen cargo de los asuntos de la iglesia que él les encarga. Es un momento crucial en la historia de los hombres.

Sé que quedaré dibujada en los escritos, junto a ellos, de forma ambigua, y que mis enemigos tratarán de pintarme como una perversa dama de la corte. De una corte también perversa de un periodo oscuro, del que mejor olvidarse. Pero existo. Y no soy esa mujer que otros creen. He dejado por gusto que así sea.

Mi padre ha dicho siempre que hay que cuidarse de los enemigos. Quienes nos rodean están a la orden de poderes nefastos para la gran empresa que Alejandro tiene en mente. Él sembrará, conquistará, y proclamará la palabra del creador por el resto del mundo. Un mundo que ahora se abre… nuevo, enorme, rico. Pienso todo esto mientras voy a su encuentro… al de mi padre, “El Padre”, ante quien respondo y responderé siempre.

He de sacrificar mi vida, mi amor verdadero y mis grandes ilusiones. A cambio, recibiré su bendición. A cambio, podré ser la reina de la ciudad de Florencia y ser benefactora de grandes artistas. Crear junto a ellos, como ninguna mujer lo ha hecho. Seré Lucrecia, hija de Borgia. Perdida entre las tinieblas de mitos sobre mi vida.

“Tu lealtad me llena de alegría, hija mía. Sobre todo hoy… ya sabrás por qué” comenta Alejandro, mi padre. Entonces entra César, mi hermano, a la sala. “Te dejo con tu hermano”, dice mi padre y se despide de ambos, con besos en los labios. “Siéntate Lucrecia”, dice César, “lo que te voy a decir puede que no sea fácil, puede que ponga a prueba cada una de tus convicciones, pero es algo que debe ser y será hecho”. “Dilo ya de una vez César” le respondí, actuando de manera jocosa, cuando en realidad estaba atemorizada.

“¿Cómo va todo con Giovanni, tu esposo?” pregunta César. Enseguida me imagino lo peor. Un nudo se hizo en mi garganta y una lágrima se empezaba a formar en mi ojo izquierdo. “Ya los Sforza no nos sirven para nada. Más es lo conveniente que son los Borgia a los Sforza, que los Sforza a los Borgia. Necesitamos una alianza más beneficiosa para la familia. Eso tuyo con Giovanni debe culminar… está decidido y ocurrirá mañana por la noche, así que a eso de las 9:30 p.m., no estés muy cerca de él, no sea que te contagies de su mala suerte”.

Un profundo temor me invadió. Enseguida bajé mi mirada e imaginé a Giovanni, ensangrentado y tirado en el suelo sin vida. La mano de César en mi rostro interrumpió esos pensamientos. César, poco a poco, empezaba a trasladar las caricias del rostro a mi cuello. “Hoy no César”, le dije, y caminé hacia la puerta. “Ya sabes hermana. 9:30 p.m. mañana. ¡Larga vida a los Borgia!” dijo César antes de soltar una carcajada frenética.

En realidad, no sé cómo tomar estas noticias de César… mi primer instinto fue una mezcla de temor y tristeza. En realidad no es que esté muy satisfecha con ese matrimonio, ni tampoco quiero pelear contra los argumentos de César o mi padre, pero por el otro lado, las medidas que quieren tomar me parecen muy drásticas. Más tarde… le conté a Giovanni de los planes de mi padre y mi hermano. Esa misma noche se fugó de la ciudad.

A la mañana siguiente César y mi padre me despertaron furiosos. Giovanni había desvanecido de la faz de la tierra y ellos sabían que no era ninguna casualidad. “No quiero intervenir en sus asuntos, Dios sabe que nunca daría la espalda a mi propia sangre. Sin embargo, tal vez deberían considerar que se están embriagando de poder… y no siempre la solución tiene que ser la espada. Estoy de acuerdo que el matrimonio debe acabar, no obstante, la vía de la anulación del mismo puede ser aún más conveniente. No hay que subestimar a nadie, y es mejor tener a los Sforza de nuestro lado”.

“¿Qué te hace pensar que va a querer anular el matrimonio?” preguntó enseguida César. “Querido hermano, siempre tú tan incrédulo. Y es que lo tiene que anular sea como sea. Hay algo que ustedes no saben y es que a Giovanni… no sé cómo decirlo la verdad me da algo de vergüenza. A Giovanni pues… digamos que nunca fue un soldado muy firme que digamos. “¿De qué demonios hablas Lucrecia?” preguntó mi padre. “Pues… que… siempre tiene a la serpiente en reposo” traté de explicarles. “¿Qué son estas metáforas jovencita? Habla claro me haces el favor” insistió mi padre. “Pues que no se le endurece el miembro cabrones. ¿Qué quieren que se los dibuje y coloreé también?”

Carcajadas salvajes de aproximadamente diez minutos de duración invadieron la habitación. Al final César y mi padre tenían lágrimas en los ojos y, según dijeron, dolor en el estómago de tanto reír. Una vez se calmaron un poco mi padre dijo: “Entonces no hay nada que pueda hacer el zángano. Es un hecho, el matrimonio se anula y ante cualquier oposición de su parte, tendrá que probar su hombría frente a una corte. Una vez quede expuesto no tendrá otra alternativa”.
Entonces mi padre se acercó a mí, acarició mi mejilla y me dijo: “Toda una pequeña dama. ¿Quién pensaría que también saldrías con la vena política? Estoy orgullosa de ti hija”. Nunca olvidaré esas palabras.

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