Girl in the other room

Cuento final

Obra de Vincent Van Gogh

En el fondo de la estructura blanca se ve al chico. El que saluda, en el primer plano de la foto, haciéndose el loco, es el personaje principal. Es un mirador en una playa… el chico está con sus papás. Hace calor, pero sólo sé que hace calor porque yo conozco al que saluda. Yo soy la chica en la otra habitación.

Supe de una historia y de una heroína que amaste. Y yo quise ser ella, porque nunca conocí una historia de amor así. Te había regalado un micrófono en miniatura para que la recordaras. En algún tiempo debés haberlo llevado en un llavero. Hoy lo guardás en un rincón de un cajón, en un rincón de la habitación, para obligarlo a ser recuerdo.

Te lo dio para que no olvides que ella cantaba y yo sé que, de alguna forma, me amaste porque cantaba como ella. Y sé que, de alguna forma, te dolía que yo cantara, como ella te duele. Ella es la historia que, de haber podido ser te hubiera hecho feliz, te hubiera llevado por los caminos que querías, llenos de samba y de dulzura brasilera.

Con toda esa alegría que tanto les envidiás, que te salvó de la muerte, esa vez que querías morirte. Que te hizo cambiar de hábitos, dejar los de acá, los que nos hacen tan perversamente melancólicos. Ese canto que tenía en la voz, esos “chi amu” susurrados en tu oído justo cuando estabas encima de ella, justo cuando te dolía tenerla porque sabías que cada vez podía ser la última. Justo cuando te sentía estremecerte y caer sobre ella, y toda sudada en tu sudor te susurraba, bajito, bien bajito, un “chi amu”, más, más bajito, mientras se fundía en su piel morena, tu piel morena.

“Chi amu” y haberlo intentado pero no haber podido. “Eu tambein chi amu” y tus idas y venidas y lo que podría haber sido y no haberte animado a encontrarle la vuelta. Vos y tu juventud, vos y tu cobardía. Decidiste morirte en tu vida de acá aunque sabías bien que cincuenta años en esta existencia no equivalían a una semana con ella.

¡Pará! Si no tenés que decírmelo. Yo, que te estoy amando cada vez más, tengo cada vez más miedo de perderte. Porque sé que es ella la que está adentro de la piedra que llevás por corazón. Porque sé que ninguno de mis “te quiero” van a jamás sonar como uno sólo de sus “chi amu”. Nunca, yo sólo soy la chica en la otra habitación.

Es el pibe el que observa, que no es el mismo desde que te vio amarla como nunca volviste a amar. Lo habían llevado a conocer el mar. Estaba extasiado e inquieto esa mañana. Sabía que el viaje era largo, pero no sabía cómo contener sus ganas de ver lo que no conocía. Tus juegos con ella llamaron inmediatamente su atención.

Ella se sacaba su remera del seleccionado brasileño y dejaba un plumero de mechas de pelo de color fucsia fuera del amarillo que lograba un cuadro de colores vivos que aún te crispa la memoria. Te la daba, mientras vos te sacabas la tuya y ella veía la cicatriz que te hiciste de chiquito, cuando casi te morís y que ella, tanto había besado.

Ella creía en la magia, como la gente de su pueblo. Ella creía que era por ahí por donde te entraba el dolor, por donde se te había escabullido el tango y te besaba, susurrando conjuros en dialectos natales que sonaban aun más hermosos que el arrullo de sus vocales abiertas. Yo te pregunté y vos contaste lo que te pasó pero ya no me contaste lo de la operación, ni lo de que eras bebito y no podías comer.

Solamente me contaste lo del tango. Porque estaba ella, siempre ella, entre tu recuerdo y yo. Porque hoy que te veo irte y tengo miedo de perderte, sólo me calma el saber que no te conocí, no, no a vos, sino a lo que ella inventó de vos, lo que ella dejó que yo viera. Hoy, desde el otro cuarto, me duele la realidad de lo que soñé posible.

El chico sigue mirándolos y los papás no entienden por qué no le gusta el mar. Ni lo mira, sólo quiere mirar hacia el final de la calle, donde vos la agarrás de la cintura y la hacés trastabillar, tirándola de acá para allá, enseñándole lo que es un ocho, mientras ella se tropieza y se ríe y te dice que ahora entiende por qué no podés mover la cintura para bailar samba.

Porque encuentra tan controlador al dos por cuatro, porque te dice que se da cuenta de que no está hecho para que ella baile, para que ninguna mujer baile, sino para que el macho lleve, para que demuestre, maneje y controle. Y que si no te sigue, se cae, porque se enreda. Y se desprende de vos y te toma de la mano y te pone la mano en su cintura, para que sientas el ritmo. Se va un segundo y enciende la radio del auto, así podés dejar de imaginar el ritmo, así –te dice- lo empezás a sentir.

Y vuelve a poner tu mano en su cintura y te pone la otra sobre su pecho “senchi menino, senchi meu corazaun qui danza”. Y vos no te reís nada porque estás tan ávido de aprender. Aprender a ser de otra manera. Tan ávido como el pibe, que recibe admoniciones y retos, atrás en la foto. El padre parece decirle que es la última vez que hacen algo así y el cansancio y el letargo de ese padre pobre que cruzó miles de kilómetros para que su hijo viera el mar se vuelve hastío y grita que ya es suficiente, que se van a ir, que él tiene que, de todas formas, entrar en la fábrica bien temprano.

Se enoja y señala que suban al camión. Y el pibe que no quiere dejar de verlos a ustedes, entonces, se da cuenta y se vuelve hacia al mar y empieza a gritar como loco. Eso se ve en la otra foto, cuando el pibe se encarama al mirador mientras la sonrisa se empieza a dibujar en el rostro ácimo y añejado del peón que ve en la cara de felicidad de su hijo, la recompensa de quizás quedarse sin trabajo.

Entonces te da un cigarrillo prendido y te saca una foto fumando. ¡¿Vos?! Que no podés fumar ni siquiera para disfrutar un viaje. Vos que odiás el cigarrillo y a los que fuman, que no querés besarme la boca porque te parece un cenicero. Ahí estás vos, en otra foto, con un cigarrillo en la boca, sonriendo.

Vos no tenías por qué saber que yo te estaba escuchando. Yo no tenía por qué tener esa llave que tanto insistí en tener bajo los pretextos más lógicos: que una chica de mi edad, si querías algo conmigo, que ya tengo treinta, si no vivimos juntos, por lo menos, tu llave. Y vos, que te la pasás defendiendo tu libertad, que no te gusta estar encerrado, que ya me habías advertido de los peligros.

Yo no tenía por qué haber sabido, vos no me lo contabas. Me lo contaban las fotos que no debí haber visto, las postales, las cartas. Me lo gritaban las cosas que le escribiste a ella y no a mí. Yo nací signada a ser la chica de la otra habitación, de la otra vida. La vida que vos también te empeñabas en creer para no volverte loco. “Mesmo que um dia eu conseguisse esquecer a cor dos teus olhos, o ritmo do seu passo…” y se me ajaba el corazón mientras leía y eran mis ojos los que no tenían color de la cantidad de lágrimas que hasta desdibujaban sus contornos. Me levanté y tiré todos los papeles sin querer, sintiéndome aturdida, borracha de lamentos, de vergüenza, de locura y envidia. Mi paso perdido, como el que ella temía olvidar.

El chico se había encaramado pero sólo seguía, por el rabillo del ojo, mirándolos. Escudriñando cada uno de sus movimientos. Cada una de sus complicidades. No recordaría el mar, se acordaría de esa cosa de la que había sido testigo. Esos juegos entre un hombre y una mujer con cadencias tan gratas, sobre los cuales parecía brillar aún más el sol. Recordaría ver cómo, cuando un hombre y una mujer se ríen, el cielo parece abrirse y dios, guiñar un ojo y bendecirlos. Y cada vez que pienso en las cosas que compartieron, de las que nunca voy a ser parte, el que se parte, es mi corazón.

En el suelo, quebrada hacia atrás, repetía una y otra vez como un rosario, la frase de la carta: “Mesmo que um dia eu conseguisse esquecer a cor dos teus olhos, o ritmo do seu passo, o gosto de tua pele, so’ haveria uma coisa que eu iria lembrar para sempre… a tua existencia…”. En ese momento escuché la otra llave y me tapé la boca. De a poquito fui llevando mi cuerpo hacia atrás, hacia la oscuridad del otro ambiente. Guardé silencio. La oscuridad me recibió con los recuerdos pérfidos de los últimos días en donde nada parecía funcionar entre nosotros.

Ella entró, esta vez más morena y más angelical que nunca, como pisando algodones en vez de la ruda madera de tu habitación. Se reía y vos te reías detrás de ella mientras cerrabas la puerta. Escuché sus palabras susurradas y sentí tu felicidad, desde la oscuridad, mientras te desnudabas frente a ella. Ella se reía colmada de llanto, después de haberte esperado tanto y habérselo jugado todo.

Ya te había contado el resto. De cuando te fuiste del mirador y ella se quedó expectante a que dieras marcha atrás y de cómo su vista se perdió en el chico, mientras él le devolvía una sonrisa y el padre lo azuzaba de las orejas para que volviera su vista al mar. Y ella se sentía feliz y segura. Acariciándose el vientre. Sabía que te esperaría hasta que pudieras.Hasta que el conjuro de su amor hiciera efecto, el tiempo pasara, y vos estuvieras más cerca de querer lo que en ese momento había resultado muy pronto, demasiado pronto para vos y tu juventud.

Hoy ya habías cruzado los treinta y ella había puesto pocas cosas en su valija. Algunas pocas ropas pero muchas fotos de un niño que hoy rajaba los siete, como el sol que veía el peón, al amanecer. Y te mostraba las fotos de un pibe que ya iba al colegio y vos la tirabas sobre la cama, repleta de tarjetas de cartulina con corazones desprolijamente pegados, en mil colores, garabatos que decían: “pai eu chi amo.”

Y la seguías desnudando. Y la oscuridad cada vez me cubría más. Y escuché palabras que nunca me dijiste pero que siempre deseé que me dijeras, y escuché gemidos que siempre procuré arrancarte y nunca logré y yo te veía y te anhelaba, y la veía debajo de vos y quería ser ella. Pero no era ella, era sólo la chica en la otra habitación.

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