Experimentar el deseo

Cuento final

Hay algo en su estar sentada, la pierna izquierda, en medio arco, puesta sobre el brazo del sillón, y la derecha (el pie soporta un peso inexistente), cae de manera habitual, que me obliga a pensar en el deseo. El deseo que son las piernas abiertas y la mirada llevada muy lejos. Hay algo en la mujer, el cigarro entre los dedos, la botella de vino, las ropas que viste, que me hace pensar en el deseo.

Me aproximo. Podría en este momento esquivar la mirada o hacer las cosas extrañas de una simple ama de casa. Podría, en lugar de atraer a la mujer y tocarla, abrir el agua de la regadera y esperar, como se espera el tren o el autobús, la temperatura exacta. Sin embargo, contemplo. La mujer y sus piernas abiertas como una ventana, me hablan del deseo y sus historias. Porque todo deseo, en casos afortunados, tiene historias.

Más allá del deseo y las formas del sexo, los olores, los sabores, las texturas, historias que se fijan como parte de la memoria. Hay algo en la mujer, sí, una historia que se puede contar y, en giro inesperado, alerta que la imagen ha sido mal estudiada. Efectivamente, la mujer, el humo de los cigarros son pliegue de la piel que desaparece, no está inmóvil. Busca respuestas. Dentro de su cabeza (el humo de los cigarros son cortina cómplice), el hombre, su ser dentro, vivo, incrustado y demasiadas preguntas.

Preguntas (las inhala una y otra vez) que nadie, ni quiera los libros, esas vidas al fondo, responden. El hombre persiste. ¿En qué momento ocurrió? ¿La separación? La mujer sentada en el sillón, las piernas abiertas, el cigarro, la bocanada de alcohol como una manera de sentirse menos creíble, pregunta y nadie responde. En la aproximación, el deseo apagado. Y la complicidad de la soledad.

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