El triste devenir de un amor vagabundo

Cuento final

Esta historia fue escrita entre Cat Yuste, Oihana Iturbide, Teresa, Esperanza, Marx, Urbana Luna, Juan David Gómez Z  y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Cuéntanos cómo te pareció la trama.

Caminaba perdido, desorientado; incapaz de reconocer las caras de la gente, las calles. Ajeno a todo lo que sucedía. El alcohol se había convertido en su mejor escudo frente a la realidad desde que Sara había encontrado otra cama donde divertirse. Lo que no se le ocurrió pensar es que de escudo pasaría a espada y de esta a puñal.

Sara había dejado de importarle. Cuando el hambre es protagonista, el sexo o el amor son productos de segunda necesidad. Llevaba seis meses durmiendo con los “yonkis” de la octava y había establecido maravillosas relaciones de amistad en la que toda la conversación giraba en torno al precio de la heroína y qué parte del cuerpo vender para poder pagarlo. Él era diferente, se repetía, simplemente un enfermo alcohólico.

¡Que bajo había caído! Al final iba a resultar que las predicciones que su padre había hecho de su vida cuando apenas contaba 15 años iban a ser ciertas. “¡Maldito capullo!” masculló mientras tiraba lo que le quedaba del minúsculo cigarro al suelo. No sabía decir si lo que sentía era hambre, sueño, sed o todo a la vez. Su reino por una buena ducha y algo caliente que meterse a la boca.

Cuando de repente en ese cavilar le asaltó la duda que en su mente latía silenciosa: ¿Por qué no le dolió tanto que Sara se fuera y sí le enojaba que pudiera estar disfrutando con otros hombres? ¿Por qué imaginaba los momentos de placer que ella recibía, acaso le gustaría ser el objeto de ese placer en lugar de Sara?

Muchas de sus abstracciones ya no tenían sentido, aquel sendero que vislumbraba entre las piernas de su ninfa se habían perdido. Tenía una necesidad absoluta de perderse entre el olvido y para ello él sabía la receta perfecta: una buena dosis de cristal que le diera los súper poderes de hombre mágico con puños de acero.

Se encontraba enlodado en sus planes taciturnos, cuando se percató de una cosa, de una frase, en realidad, escuchada en alguna parte: “No hay mayor droga que el amor”. Se repetía esto mentalmente, mientras su mirada quedaba detenida en la esquina donde una mendiga harapienta, habitual del barrio, pedía limosna cada tarde.

Era demasiado delgada para su gusto. El pelo le caía en mechones grasientos sobre los hombros. Un pelo que se adivinaba rubio y que seguramente mejoraría con un buen lavado. Volvió a contar el dinero, suficiente para comprar bocadillos y vino durante toda una semana. Estaba a punto de anochecer, decidió apresurarse.

– ¡Eh!, Consuelo- le gritó -te invito a cenar-.

Una vez junto a ella comprobó que tenía los ojos de color azul cielo. Nada que ver con los ojos de Sara.

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