Arduo diagnóstico

Continúa o termina esta historia que ha sido escrita hasta el momento entre Héctor Cote, Roberto del Vecchyo y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Una vez sepamos el final de la historia le inventaremos títulos. El que hay en el momento es provisional.

signos vitales

La muerte parecía algo impaciente cuando la vi esperando en el pasillo. Entré sin decir nada, como era nuestro acuerdo, pero al llegar a cama de aquella niña se rompió mi compostura. Supe entonces que se encontraba en aquella etapa en la que nadie puede saber qué sucederá con ella. La incertidumbre es el peor de los males e incluso la muerte parecía contrariada. Me acerqué a ella y puse mi mano sobre su frente, sus ojos grandes llenos de esperanza buscaban una razón para abrirse con entusiasmo, un doctor amable, un rostro conocido, incluso un vaso de gelatina habrían sido suficientes para hacerla sonreír, pero en lugar de eso estaba yo.

Pensé en las palabras de mi maestro, mentor y jefe de área, “no se te puedes dar el lujo de involucrarte con un paciente; cualquier error basado en tus sentimientos le puede costar la vida”. Así que me concentré en sus signos latentes, sin verla a los ojos más. Tomé la carpeta con las indicaciones del seguimiento que reposaban en la canastilla de la cama, por delante de la cabecera. La temperatura que presentaba no tenía relación con nada: en la tarde bajaba, subía a la dos horas hasta llegar a fiebre, bajaba en menos de cinco minutos, se mantenía constante durante horas y en un segundo, sin más, subía y bajaba de la misma forma.

Intenté graficar mentalmente el ciclo de los cambios, sin éxito. Entonces busqué en los medicamentos la fuente… nada. Las pruebas de sangre y de su orina no demostraban nada fuera de lo normal… una leve presencia de bacterias si acaso. Las plaquetas estaban bien, no había dolor focalizado. Sin embargo, la variación de su temperatura era más que evidente: de frío intenso a fiebre.

Mi teléfono vibró en esos momentos. Al consultar, la pantalla mostraba la llamada de mi hija. Mi concentración por no incluir sentimientos, como mi mentor decía, se vino abajo por un instante. Pensé en qué haría si mi hija estuviera en la situación de esta niña. Al fin y al cabo, como padre, estaría dispuesto a todo. A recurrir a varios médicos y utilizar todos los recursos, daría un órgano para… ¡Eso!

Un rayo de esperanza salió de repente. Ya habíamos realizado todo tipo de análisis esperando encontrar la causa. Pero, ¿si es algo hereditario?, ¿si es una especie de defecto congénito?, ¿algo en los genes de los padres? Salí de inmediato del cuarto y busqué a una enfermera. Le di indicaciones de que citara a los padres para tomarles placas y muestras de sangre, orina y hasta de piel.
Salí al laboratorio para poner énfasis en mi hipótesis. Fui con la jefe de enfermeras para ver la posibilidad de involucrar a las enfermeras y revisar las variaciones de temperatura durante toda una semana.

Una hora después, me di cuenta que nunca le contesté a mi hija su llamada. ¡Odio las redes sociales!, socializar con dígitos simples de 0 y 1, es, por decir lo poco, ridículo. Sustituir el calor y la vibra corporal por la sutil caricia eléctrica entre el dedo y la pantalla no me nutre, ni me termina de convencer, por más que entiendo el alcance de ello. No obstante, aprecio que por lo menos eso me rescata en mi relación familiar y afectiva.

No pude hacer la llamada, pero le envié un mensaje por Facebook a mi hija. Como padre, primero pregunté si todo estaba bien, o si se le ofrecía algo. Le comenté de la paciente, anteriormente me había escuchado con mucho interés la situación en la que se encontraba. A sus escasos 19 años sufría constantemente, sin derecho siquiera a llevar una vida medio normal. Ese hecho mermó la actitud rebelde y principesca de mi hija.

Así que pensé que comprendería por qué no le contesté la llamada. Me hice una nota mental de consultar el teléfono después. Si algo me fastidia más que las relaciones electrónicas, es escuchar todos los sonidos que se inventaron. Un sonido para marcar, uno para recibir, uno para teclear, uno para mensajes, otro de voz, otro de texto, otro para la mensajería instantánea, la batería… un sufrimiento auditivo. Pasé directo a la sala de enfermeras, esperando encontrar libre a la jefa en turno –sí, efectivamente, creo en los milagros-.
Por fin mi turno.
–Buenas noches Rebeca, ¿cómo estás?
–Buenas noches doctor, como ve, aquí, gozando las mieles del paraíso de las enfermeras. Le juro que si me encuentro a alguien más que me diga que tengo mi lugar en el cielo asegurado por mi labor, lo voy a golpear y dejarlo a cargo de esta locura dos semanas, a ver si sobrevive a este infierno en la Tierra. ¿Qué puedo hacer por usted, cuál es su queja?
–No, nada de eso, sólo vengo a pedirle su ayuda para agendar una cita con los papás de mi pequeña; tengo una idea que puede resultar.
No sé en que momento, incluso no sé si fui el causante de tal sobrenombre; lo cierto es que todo mundo la identifica así “la pequeña”, o “la pequeña del doctor”.
–Bueno, como verá doctor, me encuentro muy ocupada, y la relación con la parte administrativa siempre es tensa; sin embargo, no le puedo negar nada a esa pequeña. ¿Tiene algún papel que justifique la reunión o también voy a tener que hacerlo?
–¡No!, lo tengo todo aquí.
Al darle la hoja y revisarla su cara cambió de un rostro duro y seco a unos ojos ávidos que emanaban experiencia. No hubo respuesta más que la presentación en el aire del documento y un leve asentamiento con la cabeza.

Al salir, antes de dirigirme a ver otro paciente, recién operado después de un accidente en moto, revisé mi página de Facebook, buscando respuesta de mi hija; sólo había una carita triste y un “Como no creo que vengas a cenar, salgo un rato con mi novio. Nos vemos luego. Te amo”, y caritas felices.

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