Te invitamos a concluir esta historia sobre la lucha de un hombre por llegar a la orilla de una playa

Cuento en construcción

Concluye esta historia que ha sido escrita entre David J. Skinner y la edición del Comité editorial de Cuento Colectivo. Una vez sepamos el final de este cuento le inventaremos títulos. Si quieres leer los otros comentarios que surgieron de esta fotografía, haz clic aquí.

Por fin estaba llegando a tierra firme, tras más de… me resulta difícil saber las horas, los días que pasaron desde el naufragio. Lo importante es que, ante mí, había aparecido aquella playa –paradisíaca, si me preguntan–, y podía finalmente abandonar la improvisada embarcación que ya empezaba a considerar mi hogar.

Durante un instante sentí la urgencia de soltar el bote y correr hacia la orilla, pero me contuve. Aún quedaban algunas pocas provisiones dentro, sin contar el agua y las pequeñas herramientas. Suficiente para aguantar un par de días, mientras encontraba un río o un lago, y construir aunque fuera una pequeña choza. En realidad no me sentía capacitado de juntar más de dos o tres ramas y colocar sobre ellas algunas hojas de las enormes palmeras que veía, mas cuando la necesidad apremia, un hombre es capaz de hacer cosas que jamás se hubiese planteado.

El avance hacia mi destino era lento. Mucho más lento de lo esperado. La posición del sol me hizo pensar que debía ser media tarde, aunque no recordaba haber visto amanecer. Seguramente me habría quedado dormido, agotado. Comenzaba a fatigarme de empujar el bote, así que decidí coger la cantimplora y echar un trago. El agua fresca recorrió mi boca y mi garganta, produciendo una extraña sensación mientras descendía hasta el estómago.

«Mierda», pensé. La traicionera marea, aprovechándose de mi distracción, me había alejado unos metros de mi objetivo. No volvería a detenerme otra vez. Era cuestión de minutos antes de que pudiera pisar tierra seca. No tuve que mirar hacia abajo para notar el cosquilleo de los peces que nadaban junto a mí. Resultaba agradable, casi como si el mar quisiera despedirse de mí ofreciéndome un masaje.

Ni siquiera pensé en que pudiera haber habitantes marinos más peligrosos en las proximidades. El dulce masaje comenzaba a producirme un cierto sopor, así que intenté centrarme en el camino que me quedaba. ¿Cuánto podía ser? No notaba un avance evidente, y eso que debía llevar andando más de quince minutos. O diez segundos. ¿Quién sabe?

¡Esta maldita sed! Intenté apoyarme en el bote mientras cogía de nuevo la cantimplora, evitando un movimiento hacia atrás que supusiera un nuevo retraso. Me acordé, mientras volvía a beber, que el recipiente tenía poco líquido en su interior. El día anterior –o hace unas horas, o varias semanas– apenas quedaban unas gotas. Sin embargo, el peso indicaba con claridad que podía beber hasta saciarme sin miedo a quedarme sin agua.

¡Qué cansancio! La playa se burlaba de mí, no podía ser de otra forma. Cada vez estaba más lejos. Debía dejar la embarcación y comenzar a nadar hacia ella, o sería demasiado tarde. Así lo hice. Nunca he sido un gran nadador, pero en esta ocasión me desplazaba sin esfuerzo por las tranquilas aguas. Y la playa seguía lejos, cada vez más lejos.

Creo que fue entonces cuando me desperté, con el sol cayendo sobre mi quemado cuerpo. En mi mano derecha, la vacía cantimplora y, a lo lejos… agua. Solamente agua…

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