Tergiversación

Cuento escrito entre Elvira Zamora, Gladys Trujillo, Lucho Fernández, Juan Esteban, Luis Martínez, Jairo Echeverri García, un usuario anónimo y la edición de algunos miembros del Comité editorial de Cuento Colectivo.

 

Imagen tomada de Flickr por Sulk
Imagen tomada de Flickr por Sulk

Eran la 1:30 de la madrugada y Ezequiel  continuaba sentado, trabajando en su computador, terminando tareas pendientes. Las últimas dos semanas habían sido una locura, en su agencia lo estaban llenando cada vez más de trabajo y un proyecto personal que quería sacar adelante lo más pronto posible, con la esperanza de emanciparse de una vez por todas de su tedioso trabajo de oficina, lo obligaban a quedarse trabajando hasta altas horas de la noche. De repente Ezequiel se quedó mirando la pantalla de su computador, analizando la tabla de ingresos y egresos de su compañía, pero no sabía cuál era el paso a dar después. Sus ojos ya estaban rojos y cansados de estar prácticamente todo el día sentado mirando la pantalla de su ordenador, y estaba experimentando un bloqueo mental. “Necesito un clon” pensó “creo que ni así me alcanzaría el tiempo”.  Se levantó de su silla y caminó hasta el balcón.

Esta era una casa vieja, había sido construida por lo menos hace 50 años, pero el buen gusto de Ezequiel al escoger sus muebles y decoraciones, más algunos arreglos que le había hecho, le daban un aire bohemio a su morada. Esa noche el viento tenía más fuerza de lo normal, originando todo tipo de sonidos tanto de los árboles como de la residencia misma, entre otras cosas. Ezequiel nunca había sido supersticioso, no se puede serlo viviendo solo en una casa vieja a dos kilómetros del vecino más cercano, pero esa madrugada mientras caminaba al balcón, sentía como si alguien lo estuviera vigilando

Al salir al balcón, tomó la baranda de las dos manos, la apretó fuerte y cerró los ojos por un momento. Se tapó su cara con ambas manos por unos segundos, estirando todo su cuerpo con la intención de liberar un poco el estrés acumulado de hace ya mucho tiempo. Prendió un cigarrillo, aspiro fuertemente y sintió como el humo pasaba por su garganta. Sintió que se calmaba un poco, pero la fuerte sensación de desespero seguía. Empezó a cuestionar si estaba tomando las decisiones correctas en el trabajo que realizaba. Pensaba en ese momento cuando optó por esa carrera, en todos los consejos que había escuchado, en cada detalle de su vida que lo habían llevado a ese preciso momento. De repente sintió una corriente fría por la espalda. Percibió un movimiento dentro de su vivienda y sabía que todo estaba cerrado… había la posibilidad de que no estuviera solo.

“¿Hola?¿Quién está ahí?¿Hola” entró diciendo Ezequiel a su casa. No hubo respuesta alguna. Mientras revisaba cada rincón de su morada con la mirada, se dirigía hacia el escondite para su arma. La agarró y nuevamente revisó cada rincón de su hogar pero no encontró nada, el único lugar que le faltaba por revisar era su closet y de alguna forma sentía que algo estaba adentro. Se acercó con parsimonia al closet y apenas abrió la puerta un gato le brincó encima, haciendo que un disparo saliera del revolver de forma accidental. El gato, que tenía una especie de enfermedad en la piel, se montó en una ventana y saltó fuera de vista. “Pude haber muerto”, pensó Ezequiel.

Se quedó quieto, mudo del espanto. Un gato con la piel dañada: “Menudo fiasco” se dijo. Caminó a tientas por el salón en penumbras. Se preparó una “agüita de Melissa”, se apoltronó en su sillón caoba, agarró ese libro releído desde que era un adolescente y se dispuso a disfrutar la lectura de frente al parque con su arboleda, desde el ventanal que lo mantenía cálido y tranquilo en esa vetusta casa.

De repente Ezequiel empezó a sentir una rasquiña en los brazos, después en la espalda, después en la cara… se estaba esparciendo por todo su cuerpo. Corrió hasta el baño para mirarse en el espejo y tenía ronchas por toda la piel, una especie de reacción alérgica. Cuando salió del baño, notó que las paredes de su domicilio derramaban sangre. “¿Qué me sucede?” pensó. Enseguida agarró su teléfono y llamó a su amigo Vicente Forzoli que era médico. Timbró varias veces y nadie contestó. Ezequiel, desesperado y muerto del susto lo intentó una vez más.

“¿Quién es?” contestó Vicente con voz de dormido. “Vicente, hermano, es Ezequiel, tengo algo en la piel y además estoy viendo cosas, lo que sea que tengo me está afectando los sentidos y…” en ese momento Ezequiel soltó un grito. “Y… y… ¿Te había dicho alguna vez lo buena que está tu esposa y lo mucho que detesto tu actitud arrogante y visión cuadriculada maldito charlatán?”. Ezequiel comenzó a reírse de forma desenfrenada. “Ya salgo para allá” contestó Vicente. Ezequiel continuaba tirado en el piso muerto de la risa.

Cuando colgó salió a buscar al gato con la idea de preguntarle qué le había echado encima. “Ven gatito ¡Dime que me hicisteee!”. Buscaba por todos los rincones del patio, moviendo macetas, incluso batió todo dentro de la cochera hasta que vio al gato. “¡Ya te vi! Ven para acá. ¡Gato!, ¡Ven gato!”. Pero lo que en realidad seguía era una sombra que de tanto en tanto aparecía por obra de la luz que salía de la ventana de su cuarto y que proyectaba a un árbol, sin embargo, Ezequiel estaba convencido de que era el gato. Entró de nuevo a la casa y empezó a sacarse la ropa para ver si así se le quitaba la picazón. No funcionó. Se frotó la espalda frenéticamente contra la alfombra de la sala pero no sirvió de gran cosa. Volvió a reír de manera acelerada.

Cuando Vicente llegó lo vio tendido peleando con un pantalón enredado en el cuello. “¿Qué tienes Ezequiel? ¡Párate!” dijo. Ezequiel se retorcía y le gritaba al pantalón, que según él, era una zarigüeya. Ezequiel aspiró profundo y dijo “gracias, gracias, me quitaste ese animalejo”. “¿Qué animal? ¡Es un pantalón!” respondió Vicente asombrado. ”No inventes, si es una zarigüeya, seguro es amiga del gato”. En ese momento Ezequiel brincó sobre el pantalón como en 10 ocasiones hasta que creyó matar a la zarigüeya. “Ya… murió” dijo Ezequiel. “¿Qué tienes Eze?”. “Picazón porque me brincó encima un gato roñoso que mandó a la zarigüeya a rematarme” respondió Ezequiel. ”¿Qué gato?” preguntó exasperado Vicente.

Pero Ezequiel no respondió, volvió a correr por el pasillo pero chocó con un perchero y tropezó. “Estúpido Marco ¡Quítate!” y lo pateó. Vicente casi empezaba a hacer lo mismo porque de lejos sí parecía un humano, pero al acercarse notó su error. Ese pasillo en un momento tan extraño como ese resultaba muy tétrico, porque era lo único que quedaba de la construcción original aparte del piso. Era un largo corredor de techo alto que tenía vitrales de todos los colores que dejaban pasar todas las luces y sombras del exterior. Lo que en un principio parecía un pájaro luego se convertía en una persona al cambiar de ventana. Una secuencia de sombras que parecían flashazos de cámara dando lugar a muchas imágenes, cuerpos, animales o partes de ellos, deformidades que sacaban de la tranquilidad a quien las veía. Todas esas cosas que nadie quiere ver de noche, con la amenaza, además, de que apareciera alguien asechando.

Vicente detuvo a Ezequiel y volvió a preguntar: “¿Qué carajos te metiste?”. “Nada Vince, mejor ayúdame a buscar quién se metió a mi casa” indicó Ezequiel. “¿Cómo?” preguntó Vicente. Ezequiel ya estaba mezclando los hechos de antes de llamar a Vicente, quien ya no entendía nada y comenzaba a asustarse porque nunca había visto a su amigo tan mal, aun cuando en sus años de estudiante escuchaba historias de troles saliendo de la tierra producto de fumar alucinógenos. Pero para salir de dudas, lo llevó de la mano a recorrer la casa mientras escuchaba las risas y balbuceos irracionales de su amigo.

Tenía miedo. De repente comenzaba a ver de más y escuchar cosas que no eran. El rechinido de sus zapatos en el mármol del piso le hacía creer que alguien abría las puertas y que de un momento a otro atacaría, o creía escuchar susurros cuando el aire soplaba entre las hojas de los árboles. Respiró profundo y se repitió que todo estaba en su cabeza, además, suficiente loco había con el que llevaba a su lado.

“¡Ahí está!” gritó Ezequiel. Vicente brincó porque por un segundo vio claramente una silueta, pero de nuevo eran el viento y una cortina de la sala las que le dieron esa impresión. La ansiedad le estaba cobrando factura. “¿No lo ves?” preguntó Ezequiel. “¿Ver qué?” dijo Vicente convencido de que era su imaginación. “Eso. ¡Ahí!” dijo Ezequiel apuntando a la ventana, pero no había nada. “Ese es tu problema, no ver lo que tienes enfrente. Nunca entendí como no te diste cuenta”. “¿Cuenta de qué?” le preguntó Vicente confundido. Le regresó un poco la cordura a Ezequiel porque se dio cuenta de que estaba a punto de decir algo que no debía. De nuevo, corrió, ahora a la cocina. Metió la cabeza bajo el grifo y ahora decía que escuchaba voces, las voces de sus parientes muertos. Vicente lo siguió extrañado porque no entendía la actitud de su amigo.

“¿De qué no me doy cuenta Eze?”. “De que mi tía Lola te grita que eres un idiota por creer que soy tu amigo” contestó Ezequiel. “Tú tía está muerta Ezequiel”. “¿Entonces por qué no se calla?” preguntó Ezequiel, que empezó a golpear su cabeza contra la pared mientras repetía “¡Cállate vieja, cállate!” Y lanzaba golpes al aire. Luego tiró un cuadro y jaló las persianas imaginando que era la ropa de su tía muerta. Vicente trataba de controlarlo, pero Ezequiel no podía parar. A esas alturas, miedo no era una palabra que definiera lo que esta situación le provocaba a Vicente. “¡Cálmate Ezequiel!”. “Es que no deja de hablarme” dijo Ezequiel. “¿Qué te dice?”. “¡Que te diga la verdad!” gritó Ezequiel. “¿Decirme qué?” preguntó a su vez Vicente.

Al día siguiente los dos amanecieron heridos, tirados en el suelo de la sala, Ezequiel desnudo. “Vicente movió a Ezequiel para despertarlo: “Eze, Eze, ¿qué pasó?”. Ezequiel se incorporó mientras se revisaba con el tacto la cabeza adolorida. “No sé, sólo me acuerdo que te llamé porque me sentía mal, que llegaste y que buscábamos a alguien”.

“Sí, después de que te enloqueciste por un gato” dijo Vicente. “Ah… eso fue por lo del cigarrillito especial pero…” dijo Ezequiel. “¿Uno nada más?” preguntó Vicente incrédulo. “No sé” respondió Ezequiel. “Bueno, recuerdo que sí buscábamos a alguien” dijo Vicente. “Y nos dio una golpiza” concluyó Ezequiel. “¿Con este desastre crees que fue uno sólo? Todo por tu vicio” expresó Vicente. “¿Yo que iba a saber que se iba a meter alguien? Por cierto, ¿Por qué estoy desnudo?” preguntó Ezequiel. “Hasta donde recuerdo tenías ropa” respondió Vicente. “No inventes Vicente, no me acuerdo de nada”. “Ni yo Eze, así que de nada nos va a servir llamar a la policía”.

Se levantaron, mientras Ezequiel iba a cambiarse, Vicente se curaba las heridas. Cuando Ezequiel cruzaba el pasillo tenebroso de la noche anterior que hoy parecía un poema de los rayos de sol de la mañana, vio al gato arriba de un librero, lo observó con detenimiento para tratar de recordar algo. Pero no pudo. Mejor así, después de todo no le convenía porque la noche anterior le había confesado a su amigo que se había metido con su esposa, además, el desastre que había en la casa fue a causa de la pelea que tuvieron por eso y si Vicente no recordaba nada era porque le había estrellado la cabeza contra el piso. Tantos golpes en su intento de callar a su tía le valieron conservar la amistad de Vicente porque ninguno de los dos recordó nunca nada. Sólo el gato, el piso y la pared con sangre sabían la verdad… ellos dos nunca hablaron al respecto.

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