Profundidad

 

Foto tomada por Jason Edwards
Foto tomada por Jason Edwards
En el caso del agua, lo más importante no es lo que suele aparecer “flotando” encima, su apariencia, sino justamente su trasfondo, la percepción de una serie de elementos intangibles o invisibles.
Ana Bravo Gaviro

Hay otros mundos, dice José Luis Rodríguez del Corral, pero están bajo el agua. Efectivamente, lo creo así. La vida en el futuro estará sumergida y no como se supone, más allá de nuestra órbita. Esto que menciono tiene qué ver con mi obsesión.

Fue por el agua que comencé los cambios en la casa. Años enteros trabajé en el jardín. Lo que era desierto, se convirtió en bosque donde las pocas aves de la región, descansan, comen, beben. Construí primero la piscina; luego, el acuario en la habitación de Carmina. El acuario, indiqué, deberá tener la altura de las paredes y la extensión del lugar donde antes cabía una cama, el tocador, el librero.

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La escritura, está de más decirlo, fluye como nunca. Estoy rodeado de bosque y de agua. Sobre todo, de agua. Desde el escritorio veo la piscina y bastan unos cuantos pasos, para contemplar el acuario de peces multicolores. Escribo de diez a quince páginas diarias y me queda ánimo para sentarme en el sillón, conversar momentáneamente con Carmina o levantar la bocina del teléfono y hablar con amigos que a veces no recuerdo.

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No acostumbro irme a la cama temprano pero en las últimas semanas así sucede. No por cansancio o sueño. Más bien por Carmina y el deseo incontrolable de tenerla junto a mi cuerpo, bajo las sábanas.

Efectivamente, al cabo de unos días de que ésta se mudara de la sala (el acuario, por cierto, le fascinó) a mi habitación, la inspiración vuelve y una vez más escribo de diez a quince páginas diarias. Corrijo en la marcha, pero aquellas hojas enteras que me veía obligado a suprimir, se vuelven detalles como una coma, una frase repetida aquí, allá.

En la piscina, pasamos horas enteras. Necesito el cuerpo de Carmina sumergido, sus pechos y ese sexo inquieto y deseable. Carmina, toma aire y se zambulle para besar mi entrepierna. Veo sus nalgas, sus muslos. Dura unos cuantos segundos y luego, sale a flote, mostrando una sonrisa dibujada por el agua. Toma aire y vuelve a pegar su boca en la parte del cuerpo donde se concentran las fantasías.

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Carmina, no quiere meterse a la piscina. Toma una de mis manos y me lleva al acuario que era su habitación. Cuando entramos, el chapoteo del agua rompe la tranquilidad de los peces que se alojan en el otro extremo. Desde su visión miope, que los conocedores catalogan como práctica, los peces observan los cuerpos, se alzan o se sumergen en excitación poderosa y perfecta.

Carmina está conmigo todo el tiempo, se agita como pez junto a mis piernas, me incita al apareamiento. Naturalmente, esto me hace escribir páginas enteras sobre el acto de bucear. Una vez que Carmina queda satisfecha o se ha cansado del juego, entro yo. Una inmersión (se comprime el aire en mis pulmones), hacia el centro de sus piernas, esa caverna que mi lengua abre por completo, mundo que existe, como dice José Luis Rodríguez del Corral, bajo el agua.

La falta de aire me obliga a salir (ojalá tuviera una máscara con tubo), y después de una profunda inspiración, en su vulva que se abre y se cierra como las bocas de los peces, mantengo el aliento. Cuando culmina el apareamiento, Carmina se desplaza por el acuario y pienso en las medusas que bajo el mar, se impulsan por contracciones rítmicas en todo su cuerpo; toman agua, que se introduce en su cavidad gastrovascular y la expulsan, usándola como “propulsor”.

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Carmina se fue o mejor dicho, la dejé ir. Cada día se aleja más del libro que escribo. Sus manos, su cuerpo delgado, su sexo colorido y fascinante, son sombras de lo que no volverá a suceder. La piscina se ha secado y he vuelto a recuperar la habitación del acuario. En su lugar, muebles muy desgastados y el tiempo, avanza sin posibilidad de retorno. Carmina se ha ido. Y las palabras.

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