El ingrediente

Cuento final

Este cuento fue escrito por Patricia O y es un homenaje al autor inglés Aldous Huxley y a su frase célebre: “El secreto de la genialidad es el de conservar el espíritu del niño hasta la vejez”.

Toda su vida se había dedicado a ser carpintero. Sus creaciones se vendían bien, salvo esos juguetes que tenía acumulados en el taller. Lo que más le gustaba desde que comenzó con su oficio, hacía ya unos cincuenta años, era fabricar juguetes de madera. Aún hoy, a los setenta años, seguía creándolos, sabiendo de antemano que sería muy raro vender por lo menos uno.

Siempre se preguntaba cuál era la razón por la que la gente mayor, y más aún los niños, rechazaban de plano esos juguetes que para él eran perfectos. Y lo eran, eran juguetes perfectos, los miraran por donde los miraran; pero había algo que faltaba y que él nunca había logrado descubrir hasta ese día. El carpintero tenía una imaginación prodigiosa y unas manos mágicas para crearlos, pero nunca tuvo hijos a los cuales regalárselos, ni con los que jugar, pues nunca se casó.

Una tarde, mientras estaba sentado en su taller, mirando como hipnotizado a sus queridísimos juguetes, llegó un niño pequeño. Éste se quedó parado en la entrada, sin atreverse a entrar; mirándolo con sus pequeños ojos inteligentes y resueltos. Ambos se sostuvieron la mirada, el viejo con curiosidad y el niño con decisión. Al fin, el pequeño entró con paso lento y se fue acercando a la larga mesa de trabajo, donde descansaban muchos juguetes a medio hacer; ante la mirada atenta del anciano, que no pronunció palabra y lo dejó curiosear.

El niño caminó a lo largo de la mesa, observando todos los juguetes que había allí arriba, hasta que tomó un trencito que ya estaba pronto para ser pintado. Lo miró por arriba y por abajo y sonrió. Luego, se sentó con las piernas cruzadas en el piso y comenzó a pasearlo en el aire de un lado a otro, imitando el ruido de una locomotora y el pitido del tren llegando a la estación.

El carpintero seguía con sus ojos en él, en los ademanes y los movimientos que hacía con la mano donde tenía el trencito de madera. Estuvo horas observándolo, hasta que el chico se levantó y, con una sonrisa en la cara, se acercó a él para entregárselo. Quedó tan sombrado por lo que acababa de ver que cuando quiso llamar al niño para regalarle el juguete, aquél ya había desaparecido.

Por la noche, mientras cenaba en soledad, el anciano repasaba mentalmente lo acontecido durante la tarde. Por unos momentos, sus ojos brillaron como si una idea hubiera cruzado por su mente y una sonrisa serena se dibujó en sus labios; sus sueños fueron más placenteros y tranquilos que nunca.

A partir de ese día, el taller del carpintero era visitado con asiduidad por adultos y niños que nunca se iban sin comprar un juguete. Al fin había descubierto cuál era el ingrediente que hacía falta incluir en la realización de sus creaciones. Cada vez que sus manos daban vida a un nuevo juguete, y antes de darle el toque final con brillantes colores, él mismo se convertía en ese niño que un día entró a su taller para jugar.

Al igual que él, se sentaba en el piso lo más cómodo que podía y comenzaba a jugar con sus figuras a medio hacer, emitiendo ruidos con la boca y riendo feliz. Luego, sólo faltaba pintarlos con cariño y alegría y el trabajo estaba terminado, listo para ser adquirido para el niño interior de quien lo necesitara.

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