El dilema de la viuda

Cuento final

Este cuento fue escrito por Juan Carlos García Pais y editado ligeramente por el Comité editorial de Cuento Colectivo. Fue escrito en el marco de la celebración del día de los difuntos. ¿Cómo te pareció la historia?

El 1º de noviembre es el día indicado en Uruguay para preparar el día de los difuntos. El 2º, las tumbas reciben más visitas que los presos los domingos. Ir ese mismo día a la florería, pensaba Eliza a quien no complacían las muchedumbres, puede resultar tan incómodo como una noche de rebajas en el centro comercial.

Iría como siempre, como desde hace 20 años, a pedir la docena entera de margaritas y la media de cartuchos. El 1º también había que preparar el vestuario, que si bien ya no era rigurosamente negro, mantenía su discreta apariencia matizando grises, negros y blancos, en polleras que esconden rodillas y blusas que ocultan pechos.

Las aún apetitosas curvas de Eliza, con 58 años de tránsito, también habían sido vedadas hace como 20 años. Curvas aún más dignas de admirar que un Torres García, eran prohibidas de cualquier contemplación. Es que, aún en la última década del siglo pasado, la tradición todavía pesaba mucho en Eliza.

En su pueblo rural del interior uruguayo, la mujer era de un sólo hombre, vivo o muerto. El manjar que significa una mujer despojada de atuendos, no se serviría más en el plato de amante alguno, si su marido había fallecido. Además, ir a visitar al difunto en su última morada, el día de su cumpleaños, el día del aniversario de casados, en la fecha de su partida, previo a la noche buena, y en su gran día, el 2 de noviembre, era una obligación.

Las viudas como Eliza, en esos días lucen impecables y hasta se podría decir que emocionadas. Mantienen largos diálogos, algunos en silencio y otros no tanto, con sus enraizados amores de cementerio. Estos lamentablemente no se ven, pero casi de seguro, en esos gloriosos días, también deben lucir elegantes, con limpias camisas blancas y rasurados de forma impecable.

En las primeras visitas que recibe el agasajado, la viuda va acompañada de sus hijos si son chicos. Todos uniformados de negro y cargados de flores. Los más chicos, sin entender la solemnidad del 2 de noviembre, entre tumba y tumba saltan y juegan a las escondidas, mientras las madres intentan imponer un orden innecesario. Después de todo, si el anfitrión los observa desde algún lado, nada puede poner más feliz a un padre que ver a sus hijos felices.

Con el correr de los años, los hijos parecen revelarse contra la costumbre. Es una rebelión que no intenta boicotear el rito, si no que se niega a propagar la imagen paterna debajo de una cúpula de cemento. La imagen que les vale, es la del patriarca dándoles un abrazo, un beso, regalándoles una sonrisa.

Esa es la visión que quieren conservar. Cuando uno puede dejar de ser mandado elije, y los chicos son mucho más sabios de lo que pensamos. Es mucho más querible y honrosa la imagen que ellos quieren guardar y no la que les brinda el rito. A la viuda le cuesta aceptarlo. Con el tiempo lo comprende. Un duelo de esa magnitud no se salda temprano. Se sigue rumiando en la familia hasta que la nueva ideología de los chicos, se va imponiendo. La viuda, que por algo tiene una sola boca y dos orejas, escucha. Ya no sólo comprende, va aceptando las nuevas costumbres.

Ella no va a dejar de ir a visitar a su marido el día de su cumpleaños, el día del aniversario de casados, en la fecha de su partida, previo a la noche buena, y en su gran día, el 2 de noviembre. No va a dejar de amar al padre de sus hijos. No va a dejar de guardar respeto. Pero sí, va a dejar de morir ella como lo estaba haciendo hace 20 años. Se lo piden sus hijos, se lo piden sus entrañas, y se lo pide su sexo. Revive, y en ese momento, los hombres del mundo celebran. Un nuevo manjar está disponible.

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